lunes, 27 de junio de 2011

EL PICARO DICE: 17

Capítulo 17

Erinies sostuvo torpemente el cuerpo del hombre en peso y después lo dejó caer al suelo procurando que el peto de metal hiciese el menor ruido posible. Arrancó la aguja, apenas visible, de la nuca del guardia y después pasó por encima de él, adentrándose en la sala sigilosamente con la presteza de una gata. Qué fácil era distraer a los hombres. Qué fácil seducirlos, y qué fácil librarse de ellos. Y ahora tenía carta blanca para buscar en los archivos reales durante aproximadamente diez minutos... Miró el pergamino que sostenía entre las manos. Al abrirlo, el sello de cera marcado con el escudo de la Orden se quebró por la mitad, pero no le dió importancia. Podría poner una excusa más tarde. Ahora lo importante era el trueque, y tenía que elegir bien para asegurarse de que el cambio no beneficiaría en lo más mínimo al pícaro. Después dejaría los archivos originales esparcidos en las afueras de la Orden, donde cualquiera podría encontrarlos e infundir el rumor de que Kisahj se había marchado... Guardó el enorme libro en la altísima estantería, justo donde estaba antes de que lo cogiera. De vuelta a la salida pasó otra vez por encima del guardia dormido. No recordará nada cuando despierte, pensó maliciosa. Y con la sensación de haber hecho un trabajo impecable se encaminó hacia la habitación donde mantenían recluso a Kisahj, para entregarle su nueva misión en mano.



El muchacho cruzó el pasillo a buen paso. Los guardias que lo custodiaban, lanza en mano, caminaban a su par guiándolo por los interiores de la estancia en penumbra. No podía evitar deslizar la mirada por las paredes de piedra angosta y oscura y los suelos húmedos, buscando una ventana o un respiradero que hiciera de la estructura un espacio menos atosigante, sin resultado. No sólo era un edificio alto e imponente, también tenebroso y envuelto en cierto aura de misterio que quizás se debiera más a su practicidad como fortaleza de guerra que como sede para una Orden. Cuando llegaron al final del pasillo el espacio se abrió hacia una sala rectangular que permitió al pícaro respirar algo más relajado. Lo mirara por donde lo mirase, en caso de un ataque, aquél lugar estaba pensado para disponer estratégicamente a las unidades y refrenar el avance de los invasores, pero supuso que nadie saldría de allí con vida a menos que tuvieran pasadizos ocultos.
Los guardias se detuvieron súbitamente, y aunque Kisahj aún avanzó un par de pasos más, los deshizo por cortesía y se situó junto a los hombres, quienes lo ignoraron sin embargo porque tenían su atención puesta en la figura encapuchada que se aproximaba hacia ellos. Como si de un perro que ha olido comida se tratase, el individuo se acercó lo suficiente sin que nadie reclamara su presencia. El elfo barajaba la posibilidad de que se tratara de una mujer, por la estrechez de sus hombros, justo un segundo antes de que ella se deshiciera de su capucha para mirarlo. Dejó a la vista unos bonitos ojos rosados, algo más claros que el tono ciruela de su cabello, que adornaban una tez jovial de formas suaves, y le lanzó una larga mirada inquisitiva.
-¿Quién sois vos? -inquirió ella. Su voz era agradable, armoniosa. La clase de voz que desencajaba por descontado en un ambiente tan lúgubre. Uno de los guardias avanzó un paso para responder por el pelirrojo muchacho.
-Señora, este hombre dice pertenecer a la Orden de Septentrion y busca al representante de...-
Pero ella alzó la mano para cortarlo, sin dejar de mirar a Kisahj con interés. Ladeó la cabeza con una sonrisa dulce.
-Por favor, perdonad la falta de educación de mis compañeros. Soy Lady Eowade, ¿cómo os llamáis?
-Soy Kisahj Antarath, mi lady... -fijó sus ojos en los de la chica, tan profundos, que ella sintió cosquillas en el estómago mientras él le besaba la mano con cortesía. Se deleitó en el breve segundo en que su piel entraba en contacto con los labios del joven, y luego apartó la mano levemente turbada.
-Venís a hablar con nuestro Señor. Yo soy su representante y trataré cualquier tema en su nombre, si os place -dijo con una vocecilla apocada. Kisahj se sonrió; dos segundos atrás Eowade había parecido una gran señora, y ahora actuaba más bien como una adolescente atolondrada. Era sumamente divertido.
-Me temo que eso no será posible, mi lady. Tengo orden expresa de reunirme con vuestro Rey y exponerle en persona el mensaje de nuestra princesa -alargó el pergamino para que ella lo viese. Sin embargo, no lo desplegó. Quizás porque era evidente que nadie osaría adentrarse en semejante fortaleza para intentar algo extraño, o bien porque ella aún flotaba en una nube de capricho por los encantos del joven, Eowade asintió displicentemente.
-Está bien, seguidme.

-Sir Klaud -había dicho Silver. Tenía los ojos fijos en los documentos que el caballero sostenía en alto para que los miembros del jurado diesen fe de su veracidad, y ella empezaba a ponerse nerviosa. No encontraba salida alguna a aquella carrera de obstáculos, no podía defender eternamente a Kisahj. De todos modos, ¿por qué lo intentaba tan desesperadamente? -¿Cómo habéis conseguido esos documentos privados?
-Estos pergaminos fueron encontrados en los patios del castillo, cerca de las caballerizas, mi lady. Uno de mis hombres los recogió del suelo cuando hacía ronda de vigilancia y tuvo a bien entregarlos a sus superiores, quienes a su vez me los han remitido. Éste es el modo en que han llegado a mí. -Klaud mantuvo la mirada de Silver. Algo hizo "clic" en la cabeza de la chica. Miró instintivamente a Kaldezeit, y él se encogió en su sitio.
-Entregué personalmente la orden a Sir Kaldezeit -alegó ella, encarando al niño.- Kaldezeit, ¿sois testigo de que Sir Kisahj recibiera en mano dichos documentos?-
El chico tragó saliva y se puso en pie torpemente. Se azoró cuando negó despacio y luego trató de explicarse.
-Mi lady, creo que...incurrí en un incumplimiento de mis deberes y... Bueno, lo cierto esque iba en búsqueda de Kisahj cuando me dijeron que un grupo de jóvenes estaba alborotando y acudí a poner orden. En el camino encontré a Lady Erinies y le pedí a título de favor que entregase la misión por mí -dijo aquello con tanta vergüenza que quiso hacerse aún más pequeño. Se hundió poco a poco en su propia túnica, arrebujándose de culpabilidad, pero Silver lo pasó por alto y desvió la mirada esta vez hacia Erinies, sentada cerca de donde lo había estado Klaud. La joven se puso en pie con solemnidad, mientras la princesa esperaba pacientemente, como si no necesitase formular ninguna pregunta para que ella facilitase la respuesta correcta.
-Yo entregué en mano los documentos a Sir Kisahj, mi lady. Tal como Sir Kaldezeit me pidió -agachó levemente la cabeza con actitud sumisa y apretó los labios.
-¿Hay alguien que pueda acreditarlo? -Silvermoon mantuvo su paciencia a flor de piel, mientras la chica asentía.
-El guardia que custodiaba la habitación de Sir Kisahj podrá decir que no miento.
Ante aquella perspectiva, Silver se volvió ahora hacia el consejo. Los hombres no sabían cuántos testimonios más necesitaría la princesa para darse por satisfecha y cejar en su empeño, pero ella no pensaba rendirse. Tenía que esclarecerlo todo, no pensaba dejar ni un cabo suelto. Tenía que conseguir tiempo por si Kisahj regresaba... Si regresaba... Porque regresaría, ¿verdad?
Y allí estaba ahora, en pie también desde las tribunas. El hombre que había guardado durante horas el encierro del pícaro. El caballero bajito, gruñón y poco comunicativo al que el muchacho había apodado Cierzo. El capataz del consejo asintió con educación, cediéndole el turno de palabra cuando le preguntó:
-Caballero, ¿cuál es vuestro nombre?

Kisahj alzó la vista para deleitarse en los detalles de las formas que esculpían la enorme puerta. Fabricada en piedra maciza, debía ser el único elemento ornamental de toda la fortaleza, pero no habían escatimado en tiempo para decorarla. Cada una de las hojas de aquél enorme portón debía medir al menos cinco metros de altura, y hasta el más mínimo matiz estaba cincelado con pericia. Kisahj distinguió las figuras de caballeros elfos, algunos de ellos alados como si ascendieran a los cielos en pos de tocar el sol. Otros que luchaban contra demonios de dudosa procedencia.

-Es aquí –dijo la muchacha, sacándolo de su ensimismamiento. Él volvió el rostro hacia ella y le sonrió, agradecido, y en respuesta, la joven dibujó un gesto con la mano en el aire que hizo que las puertas temblaran antes de comenzar a abrirse mágicamente. Se arrastraban, pesadas, siguiendo un surco ya existente dibujado en el suelo por todas las veces que habían pasado por el mismo lugar, y cuando la apertura entre ambas hojas del portón fue la suficiente, se detuvieron y Eowade volvió a sonreír.

-¿No vendréis vos? –inquirió el pícaro, más por cortesía que por puro interés. Estaba convencido de que manejaría mejor la situación cuanto más cerca pudiera estar del monarca a solas.

-Un representante no tiene cometido si su representado está presente, ¿no os parece?

-Resulta lógico –curvó los labios genuinamente.

-Por otra parte, mi presencia es requerida en otras alas del castillo. Si me disculpáis… -se reverenció con sutileza y se dio la vuelta para marcharse. –Espero que nos veamos pronto –Dijo a modo de despedida. Kisahj habría jurado que le guiñó un ojo, pero no tenía mucha importancia. Ella ya se había encaminado de vuelta a los corredores, y los guardias se apostaron en la puerta en espera de que él entrase. Cuando el elfo se aventuró a penetrar en la sala, las gigantescas hojas de piedra no se cerraron tras él, como había esperado que sucediera, lo cual era bastante tranquilizador. Aun así, la estancia era tan grande que no necesitaba ser hermética para resultar sobrecogedora. Silbó mentalmente, admirando la encarnación de la pomposidad hecha edificio mientras deslizaba sus ojos por todos los detalles que le resultaba posible. Avanzó por la suntuosa alfombra roja bordada en fibras de oro. Las cabezas de dos leones se rugían mutuamente, bordadas en los extremos, con tal minuciosidad que daba verdadera lástima pisar allí. Era como caminar sobre una obra de arte. A ambos lados de la sala, cerca de las paredes, pilastras y estípites sostenían hermosos candiles de oro que mantenían vivos intensos fuegos rojos, posiblemente mágicos. Otros adornos –de pésimo gusto, pensó Kisahj- irrevocablemente ostentosos llenaban todos los rincones allá donde llegara la vista. Pese a los artificios pirotécnicos, la iluminación general era bastante pobre, y apenas sí daba para distinguir la alta figura del trono al final de la alfombra roja. El sillón se alzaba, alto e imponente entre seis hileras de guardias, labrado en plata e incrustado en pepitas de oro, con los asientos tapizados de rojo sangre. Y sobre él, descansaba…

Una rana.

Una rana enorme, del tamaño de un perro, verde y viscosa con el lomo moteado de azul.

Kisahj clavó sus ojos en el animal, que le devolvía la mirada impasible, con un gesto tan aburrido que resultaba irritante. ¿De verdad el líder de la Hermandad Oscura era una rana? Miró a su alrededor, dudando. Los guardias permanecieron en sus puestos, ninguno de ellos se movió un ápice tan siquiera. Bien hubieran podido ser estatuas de cera por cuanto parecían tan rígidos e inanimados, y el chico no supo interpretar la situación de otra manera, de modo que hincó la rodilla en el suelo con gesto servicial, y agachó la cabeza para presentar sus respetos como era usanza en Septentrión. Justo cuando iba a presentarse, una voz lo hizo alzar la vista desde uno de los laterales del paseo.

-¿Qué hacéis arrodillado ante mi rana? –inquirió el hombre. Cuando Kisahj descubrió la figura del elfo que lo escrutaba con curiosidad, se puso en pie casi con un respingo.

-S-son…animales sagrados en la tribu de la que provengo. Les debemos respeto profundo –mintió con lo primero que pudo inventar. Su interlocutor arqueó las cejas, aparentemente complacido con la explicación, y con un deje de interés dibujando sus ojos.

-Entiendo, entiendo. ¿Qué tribu es esa tan curiosa? –preguntó, con jovialidad.

-Es la…Se llaman King…shua-ni.Tao. Que traducido significa “adoradores de ranas” –se dedicó un gesto mental de asco a sí mismo. ¿Qué mierda de ocurrencia era aquella? Menuda deshonra para una mente como la suya, tenía que haber inventado algo mejor.

-¡Oh, si! ¡Los recuerdo! Estuve de viaje y visité su poblado hace algunos años. Unos tipos verdaderamente fenomenales… -¿Enserio?, pensó Kisahj. Pero el hombre no le concedió más tiempo para pensar en aquellos asuntos, porque siguió hablando- Mi nombre es Mepheles Vancrow, soy el rey de este imperio… -hizo un florido movimiento con la mano y se señaló el pecho. Un soldado se acercó discretamente para susurrarle algo al oído. Acto seguido Mepheles pareció sorprenderse y rebuscó en sus bolsillos hasta dar con una cinta negra que ató en su cabeza, cubriéndole los ojos. Kisahj lo observaba con pasmo, dando a entender obviamente que no comprendía nada. –Perdí los ojos en una cruenta batalla contra un dragón de siete cabezas que escupía medusas. Era el Lord de los dragones oscuros, cuando le arrancaba la vida a un guerrero convertía su alma en un espectro condenado a servirle por toda la eternidad… -Mepheles siguió hablando sobre esto, posiblemente algunos minutos más, mientras se acercaba torpemente al trono con las manos extendidas hacia delante para no tropezarse. Palpó sobre la rana y la cogió en brazos. Después se sentó y siguió hablando mientras la acariciaba con mimo como si de un gato se tratase. Kisahj no daba crédito. ¿Qué clase de majadero lideraba aquella Hermandad? ¿Un tipo que tenía una rana como mascota, que inventaba viajes a pueblos que no existían y que fingía ser ciego?

-Su eminencia es todo un portento como guerrero…-carraspeó Kisahj. Seguro que era un cobardica que se resguardaba tras sus soldados –Es por eso que yo, Kisahj Antarath, en calidad de representante de la Real Orden de Caballería de Septentrión, he venido a ofreceros un tratado de alianza que hermanaría nuestras casas en pos de un…próspero desarrollo mutuo…- Mepheles rió. Kisahj aguardó en silencio en espera de que el hombre aportase alguna opinión, pero él tan sólo dijo:

-Alianzas… -y volvió a reír con cara de idiota.

-¿Señor…?

-Oh, continuad, continuad –alegó con otro gesto de mano. La sonrisa seguía dibujando su rostro, Kisahj no supo interpretar si de satisfacción o de ironía.

-Para ser honestos nunca hemos desestimado la capacidad armamentística de la… -dudó antes de decir el nombre. Hasta eso le resultaba hortera- Ilustre y Esplendorosa Hermandad de las Sacras Artes Oscuras – carraspeó levemente a modo de descanso en mitad de la frase- y por supuesto, como cualquier imperio que se precie, Septentrión aspira a crecer valiéndose del apoyo de sus hermandades vecinas… -

Kisahj dejó de hablar. Mepheles se había levantado la venda que cubría sus ojos y ahora sostenía un par de muñecos de madera en las manos. Parecían representar a un rey y una reina, y jugaba con ellos, besándolos entre sí. El pícaro entrecerró los ojos, observando la escena en silencio hasta que al final pudo incluso comprender el monólogo que mantenía el monarca en voz baja, en el cual la princesa al fin se rendía a sus pies después de tantos años rechazándolo. ¿La princesa era Lady Silv? Se le antojó vomitivo el empeño que el hombre ponía en recrear la escena hasta el último de los detalles, así que al final optó por interrumpirle.

-Mi señor, os expondré los puntos que Lady Silv gustaría que tuviérais presentes a la hora de firmar el tratado…

-Está bien. Acepto la Alianza –resolvió Mepheles. Arrojó los muñecos en cualquier parte y se recolocó la venda en los ojos de nuevo, adoptando ahora un aire más solemne.

-Pero…si aún no os he leído las condiciones…

-Minucias, minucias. Es un tratado de Alianza, ¿no? En la Hermandad no somos idiotas, sabemos lo que significa la paz, ¿me tomas por idiota?

-No señor, en absoluto.

-Lo sé –extendió la mano hacia él para coger el pergamino. Kisahj hubo de acercarse dudando y puso la pluma en su mano. Después el hombre garabateó satisfecho en mitad de la hoja, ocupando gran parte de los escritos de Lady Silv con su nombre, y se lo devolvió al muchacho.- Decidle a Lady Silv que su propuesta ha sido bien acogida por Mepheles Vancrow. Y em…de paso comentadle como si fuera cosa vuestra el hecho de que me veis bastante más atractivo que antes.- Kisahj alzó una ceja. Si lo acababa de conocer…

-Si, mi Lord…

-Definitivamente, me caéis muy bien, Sir Kirtash.

-Kisahj.

-Eso he dicho. Y ahora marchad, marchad presto. Estoy ansioso de tener una respuesta de mi amada princesa –despidió al muchacho con la mano como si diera por sentada la conversación. Él suspiró y guardó el pergamino en el interior de su chaqueta. Luego de eso abandonó la sala, con la extraña sensación de que las cosas habían sido demasiado sencillas.


Los guardias se miraron entre sí; dudosos. Había caído la noche hacía rato y ya no creían que nada turbase la paz del castillo a tan altas horas de la madrugada. Sin embargo aquella suposición estaba lejos de ser cierta; porque allí estaba Kisahj. Los había saludado con la venia de la Orden y se adentró en el patio de armas como si nada hubiera pasado. Los hombres tragaron saliva, recordaban como si hubiera sido ayer el día en que Kisahj Antarath llegó al castillo por primera vez. Él solo –y aquél horrible monstruo, ¿dónde estaba ahora?- habían hecho frente a un batallón completo y habían resultado ilesos. ¿Qué pasaría si se negaba ahora a acatar las órdenes del general…? El resto de los caballeros apostados en las saeteras, las almenaras bajas y las entradas a la torre de homenaje tampoco pasaron por alto su presencia. Como si hubieran podido comunicarse mentalmente, todos se acercaron al pícaro, que en ese momento descendía de su caballo y dejaba que el mozo de las cuadras se lo llevara a un lado mientras él se atusaba las ropas como si esperase tener audiencia con la princesa en persona. En lugar de eso, al alzar la vista se encontró rodeado de guardias, lanza en ristre.

-General Sir Kisahj Antarath, queda arrestado, acusado de deserción, traición a la corona e impago de deudas, malversación de fondos y desacato de órdenes directas. Prendedle –dijo el capitán que estaba frente a él. Kisahj abrió los ojos como platos, aún tardó en comprender que iba totalmente enserio. Las manos de los hombres –dos a cada lado- se asieron en sus brazos para sostenerlo. ¿Para que? Realmente era un tipo no muy alto y de complexión media, ¿tenían miedo de que los arrollase a todos?

-¿Qué es esto? Es una broma, ¿verdad?

-General Sir Kisahj Antarath, queda arrestado, acusado de deserción, traición a la corona e impago de deudas, malversación…

-¡Oh, venga ya! ¡Exijo saber que está pasando!

-Deserción, traición a la corona…-

Kisahj chistó. Sabía de sobras que los hombres tendrían prohibido intercambiar con él palabra alguna que no consistiera en la propia orden de arresto, como era normal con todos los prisioneros, y eso lo molestaba sobremanera. Él no era un prisionero corriente. No había celdas ni muros lo bastante grandes para retenerlo en ningún lugar. Y sin embargo, se dejó arrastrar sin oponer demasiada resistencia, empleando esas energías que la gente normal malgastaba en gritar y pedir clemencia para empezar a pensar en cómo iba a salir de allí.


Klaud suspiró de nuevo. Era una pantomima. ¿Lo era? No podía estar tan tranquilo, ¿por qué? Sólo se le ocurrían dos motivos por los cuales un hombre semidesnudo y desprovisto de armas, encerrado en una celda fría y oscura en el fondo de una húmeda mazmorra esperando su castigo mantendría la calma, y esa sonrisa serena. El primero, era no arrepentirse de los crímenes cometidos. El segundo, era haber perdido completamente el juicio. A menudo el uno acarreaba al otro, ¿cuál de los dos era el motivo de Kisahj?

-Expulsarte de la Orden no va a solucionar todo el mal que has hecho aquí dentro, pero será el primer paso para enmendarnos –dijo el caballero. Kisahj siguió sentado con la espalda apoyada en el frío muro de piedra. Mantuvo la mirada en el techo, fija en las formas desiguales de las piedras que lo adornaban.

-Esta celda carece de ventanas y pasadizos, Kisahj. No vas a escapar de aquí -¿trataba de traerlo a la realidad, o se regodeaba por la suerte del muchacho?-. Ya has campado demasiado a tus anchas por aquí, te lo advertí y no me escuchaste. No voy a permitir que nadie ponga en peligro a la Orden, ni a la princesa –Klaud adoptó un tono tan serio y solemne que a Kisahj le hizo gracia y prorrumpió una carcajada baja.

-¿De qué te ríes? ¿Eres tan necio que no aprecias la peliaguda posición en que estás en estos momentos?

-Aprecio otras muchas cosas –dijo el elfo pelirrojo con resolución. Lo miró con el rostro a tres cuartos y los bonitos ojos rojizos relucieron levemente a la luz de la antorcha.

-Tu vida no está entre ellas, como se puede ver.

-¿Y tú, Klaud? ¿De veras estimas tu vida? Quizás piensas que tener una existencia limitado a acatar órdenes es vivir…

-Soy un caballero. Tengo honor, defiendo mi reino, y a mi princesa. Juré hacerlo, como lo juraste tú y fallaste.

-Silver ya no sonríe a tu lado como antes..¿lo habías notado, Klaud? Ahora tu presencia le resulta incómoda…Seguro que ya te habías percatado de ello, ¿verdad? –Kisahj arrastró las palabras con un mohín de deleite, y Klaud apretó los puños. Aquello era cierto. Era dolorosamente cierto, desde que él llegó, la princesa…todo lo que tenían. Todo lo que él había creído que tenían, se había ido deshaciendo, desmoronándose como un castillo de arena.

-Cállate…

-Era muy fácil de ver, siempre la miras con anhelo. Pero ella ya no corresponde tus deseos, Klaud. ¿De verdad estás luchando por la Orden? Yo sé la verdad, se que luchas por sacarme de la vida de Silver, crees que así podrás recuperarla.

-He dicho que te calles, ahora eres un recluso. No tienes derecho a defender tu dignidad.

-Pero te diré algo; –continuó hablando Kisahj, para crispación del caballero- no vas a recuperarla. Podrás echarme a patadas, podrás matarme si quieres. Pero eso no te dará su corazón, porque ella nunca te ha querido.

-¡CÁLLATE! –Klaud se encendió de ira por un momento. Sus ojos azules bramaron cargados de odio hacia el elemental y el sonido metálico sobresaltó al pícaro. Al dirigir la mirada hacia el hombre descubrió que éste había topado contra las barras de hierro que delimitaban la celda, en un intento por abalanzarse sobre el elfo. Frustrado, se agarró con fuerza a los barrotes y trató de calmar su respiración. Por toda respuesta, Kisahj rió a carcajadas. Klaud en su lugar apretó los labios con furia y lo señaló acusadoramente.

-No vas a salir de aquí, Antarath. Por mis fueros.- Después de eso, se dio la vuelta y se marchó. Tan ofuscado andaba que ni siquiera miraba al frente. Cuando salió de los calabozos se topó de lleno con Dakarai, que se apresuraba a entrar. Ambos jóvenes intercambiaron una mirada larga y cargada de significado, pero ninguno dijo nada. Cuando el druida se adentró en las mazmorras, Kaldezeit lo siguió trotando con prisas y perdieron de vista al caballero.

-¡Kisahj! –llamó a su hermano de armas tan pronto lo dilucidó al fondo de una de las celdas. En aquél momento, Kisahj abandonó el rictus de superioridad que había mantenido para defenderse de los ataques del caballero. Se puso en pie con ansias y se acercó a la puerta para hablar con sus amigos.

-Dakarai, Kaldezeit. Si que habéis tardado, joder.

-Perdona, necesitábamos un permiso especial de Silver para venir a verte, Klaud tiene vigilado esto a cal y canto –se excusó el pequeño mago, pero a Kisahj le sobraron las explicaciones.

-Escuchadme, tenéis que sacarme de aquí –dijo Kisahj, sin más. El druida y el niño se miraron con determinación, y acabaron por asentir.

-¿Qué tenemos que hacer? –inquirió el drow. Kisahj se humedeció los labios y se acercó aún un poco más, hasta apoyar con delicadeza la frente contra el frío metal que lo mantenía allí encerrado. Luego, tan sólo dijo:

-Tenéis que encontrar a Cierzo.

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Reseñas: La famosa rana de Mepheles, tenía que incluirla. Mis disculpas si distorsiono un "poco" la personalidad de los personajes, cualquier parecido con la realidad es meramente casual, ejem.

domingo, 5 de junio de 2011

EL PICARO DICE: 16

Capitulo 16

Silver había pasado toda la mañana dándole vueltas a aquel asunto. Kaldezeit juraría que aquella arruga que ahora adornaba el ceño de la mujer no había estado momentos antes de que Klaud decidiese visitarla para ponerla al corriente de las nuevas -que no buenas- de la última misión de los muchachos. Lo que menos preocupaba realmente a la princesa era haber perdido la posibilidad de lucir la capa nueva para la ceremonia que tenía pendiente, pero así lo había creído Klaud, quien se había empeñado en organizar una partida inmediata con alguno de sus hombres para conseguir la lana de Berhú. Silv estaba demasiado sumergida en otros pensamientos para haber intentado, siquiera, detenerlo. Y allí andaba ahora, masajeándose las sienes. Ella y sólo ella conocía los verdaderos motivos por los cuales había aceptado a Kisahj en la Orden de Septentrion.
Kisahj Antarath...recordar aquél apellido le dió un escalofrío. Dió otra vuelta por la habitación como un alma atormentada. Había confiado en que él sabría ganarse el favor de Klaud; Kisahj tenía buena mano con la gente, o eso había querido creer. Pero el chico no traía más que problemas, siempre en su particular mundo regido por unas leyes que no estaban a favor de lo correcto, y que sólo se guiaban por las ganas de divertirse que él tuviera. Suspiró de nuevo, al final se dejó caer en el sillón de la esquina, agotada. Pero tan pronto recordó que tenía a alguien presente en la sala irguió la espalda recuperando su señorial compostura.
-Princesa, si estáis cansada puedo redactar la orden en otro momento -sugirió el niño. Silv negó con la cabeza e hizo un gesto con la mano.
-No, lo haremos ahora. Tiene que ser ahora que Klaud no está. Una palabra suya me haría cejar en el empeño... -dijo, no muy convencida. Kaldezeit asintió y humedeció la punta de la pluma de nuevo.
-Está bien, pero... ¿puedo saber en qué ayudará esto exactamente a Kisahj?-
Silver lo pensó seriamente. Era una buena pregunta. Se había lanzado a creer en una corazonada sin probabilidades reales de éxito y se estaba jugando mucho. Era el sueño de una chica tonta, posiblemente. Pero no se le ocurría otro modo de enmendar los errores del elfo para con la Orden.
-Klaud va a proponer a votación la destitución de Kisahj de su cargo y su expulsión de las filas -murmuró la joven. No sabía por qué, la idea de que el muchacho se marchara, que desapareciera de nuevo de su vida, se le hacía aterradora. La llegada de Kisahj a la Orden lo había puesto todo patas arriba, si. Pero también le había dado un motivo para querer levantarse cada mañana, aunque sólo fuera por saber que tenía una función para con su gente. Klaud era fiel y honesto, pero cuando estaba a su lado, ella no sólo se sentía protegida. También anulada como persona en un paraíso de perfección donde su papel era estar aburrida y encerrada en una torre y firmar algún papel de cuando en cuando. Kisahj había acabado con todo, con la paz, con el orden y la quietud. Kisahj había traído problemas, y eso estaba mal...pero la hacía sentir bien; útil. - Tengo que conseguir que esa votación falle a favor de Kisahj...y creo que el único modo es compensar su mal historial con alguna misión que pueda realizar con éxito...una misión tan importante que eclipse todos sus anteriores fracasos. Y debo firmar la orden ahora, antes de que Klaud regrese y reúna al consejo -la chica se llevó un dedo al labio. Parecía que su cabeza pensaba a toda velocidad. Kaldezeit encaró el papiro con una nueva perspectiva mucho más seria. Ahora sabía cuál era su verdadero cometido, y no se trataba de ninguna broma.
-Pero princesa... ¿en qué estáis pensando exactamente? ¿Qué misión será esa tan importante...?- Silver lo miró entonces a los ojos.
-Enviaré a Kisahj como embajador para que consiga la paz de una Orden con la que hemos estado en guerra durante años.-
Kaldezeit tragó saliva y asintió, no muy convencido.
"Kisahj, esta es la tuya..." pensó. "Si no eres capaz de traer la concordia entre las dos partes...al menos no hagas que nos invadan otra vez".

-Oye, eres muy estirado ¿no? ¿No hablas? ¿O esque no sabes nuestro idioma? -el muchacho se echó a reír, pero el hombre no cambió la expresión ni lo más mínimo. Siguió apostado en la puerta, de pie, con la vista al frente. Su semblante era severo, duro como una roca. A Kisahj le hacía gracia porque era sumamente bajito. Más que él, que ya era decir, pues su condición de semielfo le procuraba una estatura considerada entre los humanos como "baja". Pese a todo, la figura del caballero imponía respeto.
-Está bien, no digas nada. Dicen que el que calla otorga, así que tú debes ser muy permisivo. ¿Me dejas salir de aquí? -el pícaro tanteó sus posibilidades pero no obtuvo respuesta del guardia, de modo que se encogió de hombros y alargó la mano para asir el pomo de la puerta, pero entonces la lanza del caballero se interpuso en su camino. Por vez primera un ronco sonido salió de su garganta, similar a un renqueante bufido de desaprobación. Kisahj retiró la mano.
-Caray, ¿qué ha sido eso? No se puede considerar una palabra- su interlocutor lo miró con cara de importarle poco lo que él pensara. Sus órdenes eran vigilar aquella puerta y no permitir que el chico saliese de ninguna de las maneras hasta el regreso del general Klaud, y eso pensaba hacer. Ni más, ni menos.
"Esa voz era como el rugido del viento en el fondo de una caverna", pensó Kisahj. Había desistido de salir de allí por las buenas, de modo que se dió la vuelta para sentarse en uno de los sillones de la habitación. Señaló el otro, invitando al hombre a hacer lo propio, pero, como cabía de esperar, él no se movió del sitio. "El viento, cuando está de mala leche. Dicen que el viento del norte es el que más mala leche tiene de todos. ¿Cómo se llamaba...? Ah, si. Cierzo" -se mesó la perilla un instante perdido en sus cávilas.
Cierzo -el guardia al que él mentalmente había apodado así- alzó una ceja preguntándose si el pícaro estaría intentando ingeniar algo para escapar. Justo en aquél instante llamaron a la puerta y, si acaso el hombre tuviera intención de aportar algo a la que había sido una incansable plática por parte del ladronzuelo, se hubo de aplazar. La cabecita rubia dejó ondear sus suaves bucles cuando se coló por la pequeña rendija abierta. Cierzo se disponía a preguntar a la chica qué deseaba, pero ella extendió enseguida un pergamino firmado por la princesa Silv en persona.
-Lady Silvermoon me ordena entregar esto de forma urgente a Sir Kisahj -dijo, sonrojada. Kisahj se alegró de verla, y más aún de oírla.
-¡Erin! -se puso en pie para recibirla con una sonrisa. La joven pasó al interior de la estancia comedidamente, y con un cálido gesto en el rostro le tendió el pergamino lacrado al chico. Él lo tomó con prisas y cuando se dispuso a abrirlo, la miró inquisitivo.
-El sello está roto -señaló la cera que había cerrado el mensaje no mucho tiempo atrás, y que había sido abierto antes de que lo hiciera él.
-Sí, las órdenes de la princesa fueron que el general Klaud en persona revisara esta misión y diera el visto bueno antes de remitírosla. El general dió su aprobación antes de partir -explicó ella. Kisahj volvió de nuevo la vista al documento y comenzó a leer, aparentemente satisfecho con la resolución de la princesa. Fuera cual fuese aquella misión, la cumpliría con éxito. Le daría a Klaud en las narices con un título honorífico que restituiría todos sus errores del pasado solo por el gozo de verlo rabiar. Y con aquellos alegres pensamientos, se dispuso a desmenuzar las directrices de su próximo trabajo.
Erinies dibujó una malévola sonrisa disfrazada de dulzura.

Kisahj abandonó el castillo a lomos de un corcel color canela de largas patas. Tan pronto cruzó el puente de paso espoleó vivamente al caballo, que echó a correr como si la fuera la vida en ello; tantas ganas tenía de alcanzar su destino. Ya sólo se detuvo para descansar al medio día junto a la orilla del río que cruzaba las lomas de Fuenteplateada y se permitió cerrar los ojos y dormir algunos minutos antes de volver a cabalgar. El camino era largo hasta la llamada Fortaleza Obsidiana, pero si ponía de su parte, podría llegar incluso antes de lo que la princesa esperaba. Antes de lo que lo hubiera conseguido nadie, y su logro tendría aún más mérito de cara a la Orden. Iría pensando en el trayecto alguna frase elocuente para humillar a Klaud en público, eso lo mantendría entretenido en las horas que aún le restaban de viaje. Al paso más rápido que podía permitirse aún faltaban al menos dos días de camino, pero no era nada. Aquello no era nada para un cazarecompensas acostumbrado a trotar libremente por el mundo; dos días se pasaban en un abrir y cerrar de ojos. Repasó de nuevo los puntos claves de su misión. Llegar a Obsidiana, reunirse con el contacto, acudir a la sede de la Orden y exponer las premisas del tratado de Alianza permanente. Y por supuesto, no volverse sin una respuesta positiva. Todo eso dependía directamente de su habilidad. Sería pan comido.

La luna llegó no una, sino dos veces, y al alba del tercer día, el consejo de Septentrion se reunió sin más demora. Silvermoon conocía bien aquella gigantesca sala circular. Había emitido muchos juicios allí desde que regiera la Orden. Antes que ella, sus antecesores lo hicieron también, y podría decirse que toda la estructura del salón estaba empañada de la larga memoria del consejo, y sus vetustas paredes reflejaban el saber arcano de cientos de años, y contaban en silencio las muchas historias que habían presenciado. Ahora estaba allí de nuevo, pero por algún extraño motivo, el tema de la reunión de aquél día le revolvía el estómago. En cierto modo, se sentía culpable de lo que había ocurrido. Había permitido que Kisahj Antarath abandonase las murallas de aquél castillo, ella misma le había dado carta blanca para hacerlo en nombre de una expedición a una ciudad vecina. En teoría, debería haber vuelto aquella misma noche en que partió, con una respuesta de la Orden de Guardianes a su propuesta de Alianza. Pero Kisahj no había regresado el primer día. Tampoco el segundo. Y ahora todos pensaban que el muchacho había escapado de las filas para no hacer frente a su castigo ni a las deudas que había acumulado en Septentrion. La chica tenía ganas de llevarse las manos a la cara y esconderse del mundo, por más que los miembros del consejo no la considerasen ni siquiera un poco culpable de lo sucedido. Sin embargo mantuvo la compostura, como era su usanza, y tomó su asiento en la mesa presidencial del consejo, algo apartada del resto para permitirse evaluar cada gesto de los presentes que allí se hallaban reunidos. Cinco hombres y dos mujeres componían el tribunal de la Orden. Amén de eso, caballeros, testigos y meros curiosos llenaban los asientos de la sala. Todos, menos el acusado, quien precisamente estaba acusado de no encontrarse presente en el momento. Silver no tenía muy claro lo que iba a ocurrir, pero buscar entre la gente con la mirada y encontrar respuesta de una cara conocida le resultó muy grato. Dakarai parecía también igual de consternado, pero no hizo ningún gesto visible de ello, y permaneció en silencio, sentado junto a Kaldezeit. No estaba segura de cuánto tiempo había transcurrido. ¿Segundos? ¿Minutos? Una voz gutural y severa se hizo sonar en la sala para conseguir el silencio del resto de los presentes. El hombre que presidía el consejo carraspeó sonoramente y habló así.
-Con la venia de su majestad la princesa Silvermoon, se da por abierta la reunión, presentes los siete miembros actuales del consejo, su propia majestad y la acusación, así como los demás testigos -miró entonces a Klaud. - Por favor, general, si es tan amable de exponer el caso.-
El joven se puso en pie, y se acercó caminando despacio al centro de la sala. Aquél día llevaba la sobrevesta blanca con el blasón de la Orden adornando el pecho, y aunque las grebas de sus botas resonaban en el suelo de mármol, sin el resto de su armadura Klaud se sentía desnudo. Encaró a los miembros del consejo, después al resto de los testigos, y habló para todos con voz firme y señorial, engalanada de aquél sentido intachable de justicia que vestía todos sus actos. Porque Klaud era noble. Tan noble que no podía permitir aquellas injurias dentro de los muros de la Orden.
-Señores miembros del consejo, Lady Silver -hizo un leve gesto con la cabeza en deferencia a la princesa- y hermanos de esta Orden que hoy habéis tenido a bien venir...Sabéis que soy un hombre de palabra, de honor. Que mis actos nunca están guiados por mis emociones personales, sino por la lógica y la razón, atributos presumibles en un buen caballero como todos los presentes. Es por eso que antes de recurrir al tribunal para realizar una acusación, hecho que no es usual en mí, lo he sopesado largamente y barajado otras opciones. He agotado también todas las posibilidades y la vía del diálogo, me gustaría dejar constancia de esto antes de señalar un nombre. -Apretó los labios como si realmente se apenara de tener que hacer aquello. Pero lo había intentado todo, ¿qué más podía hacer? Incluso hubiera cabido a considerar que el chico se arrepintiera de sus actos, que mostrase de verdad sumisión a la princesa, respeto a la Orden y lealtad a sus hermanos. Que se disculpara ante el consejo y enmendara sus errores. En lugar de eso, se había esfumado, y nadie sabía a dónde.- Hace algunos meses, el general Kisahj Antarath fue juzgado por una grave negligencia y se le condenó a una suspensión de su cargo, con los derechos que ello conllevaba, varias jornadas de trabajos forzados -que no cumplió- y el deber de aportar a la Orden una cantidad estipulada de los gastos que había producido por aquella negligencia en calidad de misiones. Desde entonces, la actitud negativa del mentado individuo -se negó a pronunciar de nuevo aquél nombre. Se crispaba sólo de oírlo- no ha hecho sino crecer, del mismo modo que las deudas contraídas por la Casa de Septentrion por su falta de compromiso y responsabilidad. Adjunto los datos e informes de la tesorería real para que sean estudiados por el consejo -blandió un segundo los papeles en la mano para finalmente dejarlos en la mesa del jurado- y comprueben que no hay sino verdad en mis palabras.-
Los hombres ojearon las cifras con gesto solemne. Klaud volvió de nuevo la vista a los testigos.
-Como prueba además de ello, en el presente día de hoy el acusado se encuentra ausente. Desaparecido, me atrevería a decir, por cuanto no se han tenido noticias suyas en más de cuarenta y ocho horas, aún sabedor de que sería requerido en esta reunión.-
Dakarai no quería oir mas. Todo aquello era cierto. Maldijo por lo bajo, era redundantemente cierto, pero ¿qué podía hacer él? ¿Quedarse callado y esperar que expulsaran a Kisahj de la Orden? ¿Qué haría después el pícaro? ¿Volver a los caminos, a robar en las calles, a matar por dinero? ¿A viajar donde el viento lo arrastrase, y quien sabe si volverían a verse? Se puso en pie entonces, sobresaliendo del resto, impulsado por su propio temor a que todo aquello no le dejara más escapatoria a su mejor amigo. Kisahj siempre se había librado de todo. Parecía tener un as bajo la manga en todo momento, una baraja trucada para cada ocasión. ¿Cómo iba a salir airoso aquella vez, si ni siquiera estaba en la sala? ¿O esque ya no le quedaban más cartas que jugar, y de verdad estaba todo perdido...?
Klaud miró largamente a Dakarai. Sus ojos se encontraron en mitad de la estancia y el general esperó que el druida no se opusiera a las evidencias, aunque sabía que era mucho pedir, por cuanto los lazos de amistad que lo unían al elfo pelirrojo eran innegables desde el primer día.
-Con la venia -Habló el drow. Kaldezeit lo miró con respeto- ¿No es cierto que justamente algunas horas antes de que vos, general Klaud, concertárais una vista con el consejo, el general Kisahj había recibido una orden directa de la propia princesa Silvermoon, que requería su salida de la ciudad y que por tanto excusa su ausencia? - Se hizo un murmullo generalizado entre los presentes, pero Klaud no cambió un ápice el gesto. Esperaba aquella pregunta, tarde o temprano, y cuando encaró a los miembros del consejo, lo hizo con resolución.
-¿Es así como ocurrió, Lady Silvermoon? -inquirió el hombre del consejo. La chica asintió gentilmente y luego su interlocutor centró de nuevo su atención en Klaud. -¿Eso sería suficiente para disculpar la ausencia del acusado, general?- Klaud movió la cabeza un segundo y volvió a andar por la sala con aire pensativo.
-No del todo, señoría -respondió al fin. Dakarai frunció el ceño y se sentó de nuevo. ¿Cómo que no del todo? Una orden directa de la princesa, ¿y no era suficiente? ¿Con qué iba a salir Klaud ahora? -Tengo aquí los documentos que Lady Silver entregó en un sobre al general Kisahj para notificarlo de las directrices de su misión. Dicha misión debería concluirse en un plazo máximo de veinticuatro horas, ida y regreso.-El chico señaló la silla que había ocupado momentos antes de salir al centro de la sala, y con el permiso del consejo acudió a recoger los papeles. Silver sintió que el corazón se le paraba en el pecho. ¿Qué hacía Klaud con aquellos documentos? Ella los había mandado entregar secretamente a Kisahj, y aún habiendo desaparecido el muchacho, la joven había confiado en que nadie supiera la verdadera duración de la misión, por lo cual la acusación respecto a ese punto quedaría vacía. Pero allí estaba, era su carta, de sus propios puño y letra. Y Kisahj no la tenía encima. ¿Qué había pasado?
-Sir Klaud -ella trató de no parecer muy turbada al hablar, aunque la voz sonó trabajosa al principio.- ¿Cómo habéis obtenido esos documentos privados?- Estaba convencida de que Klaud no habría recurrido para ello a nada que pusiera en duda su integridad moral. No podía haberlos robado, ni siquiera hurgando entre las pertenencias de Kisahj. Klaud no era así, y eso ponía al pícaro en una muy severa evidencia.

Kisahj bajó del caballo conforme alcanzaba la plaza principal. La Fortaleza Obsidiana se había ganado su nombre a pulso; el chico no recordaba haber visto un imperio más vasto en los días de su vida. Los altísimos muros tenían un grosor tal que no se abarcaban con los brazos abiertos. Ni siquiera con los brazos abiertos de dos hombres uno junto al otro, y se preguntó a qué clase de enemigos acostumbraban a enfrentarse aquellas gentes. Le pareció por un momento que la idea de Silvermoon de lograr una alianza con ellos era bastante sensata; Septentrion no tenía aquella capacidad armamentística. Paseó la mirada por los cañones, las empalizadas y las rejas metálicas que protegían las puertas de madera de los incendios, y se encaminó hacia la dirección que constaba en los documentos. Silver había adjuntado en aquella carta la información necesaria de los archivos reales, sólo tenía que seguir las indicaciones; preguntar por el representante... Las cosas eran alarmantemente sencillas, ¿con esto iba a limpiar su honor en la Orden? Hasta el momento, no había encontrado traba alguna. Dejó el corcel en los establos y pagó un par de monedas al chico para que lo peinase mientras tanto, y echó a andar hacia el edificio principal. La puerta, tan alta que Kisahj debía entrecerrar los ojos para que su vista de elfo le procurase atisbar el final, se abría ahora ante él, más sobrecogedora que ofreciendo una bienvenida.
Tan pronto puso un pie en la entrada, dos guardias le cercaron firmemente el paso.
-¿Quién sois, quién os envía, y qué queréis?- dijo uno de ellos. Lo miraban con el gesto vacío de quien no se anda con bromas. Tal vez los años de guerra los habían curtido de algún modo inimaginable hasta lograr que sus personalidades se fundieran en sus propias armaduras y se volvieran tan regias como el acero. Aun así, Kisahj arqueó las cejas con gesto jovial, y dijo:
-Buenas tardes. Soy Kisahj Antarath, embajador de las cortes de Septentrion, enviado de la princesa Silvermoon Cold, y estoy buscando al representante de la Hermandad Oscura.

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By Rouge Rogue

Reseñas: Hola, Cierzo! XD